martes, 29 de enero de 2013

Lo sobrenatural, o no tanto

Cuando, recientemente, se estrenó en los cines argentinos Cloud Atlas, fui a verla sin demasiados prejuicios a pesar de haber oído lejanos rumores de cierto aire nuevaeriano. Al salir, encantado por el magistral tour de force que acababa de presenciar, busqué las críticas que no me había atrevido a leer antes. Muchas analizaban los paralelismos de las seis historias del film en términos de reencarnación, planes cósmicos divinos, karma y similares vaguedades.


(ATENCIÓN: TERRIBLES SPOILERS DE AQUÍ EN ADELANTE)

No diré que me sorprendí, porque esos conceptos sin base están ya firmemente arraigados en nuestra cultura. Pero lo cierto es que en ningún punto me pareció que Cloud Atlas cruzara la barrera que separa la ficción plausible de la fantasía. (Que una sacerdotisa tribal entre en trance y profetice una o dos cosas que luego se cumplen no es nada raro, especialmente si involucra situaciones perfectamente verosímiles, como escuchar venir a un enemigo mortal y salvarse escondiéndose bajo un puente; tales cosas ocurren todo el tiempo hoy mismo, siendo una de las bases del negocio de astrólogos, tarotistas y otros de la misma calaña.) Las coincidencias menos sutiles, como la marca en forma de cometa o estrella con cola en la piel de ciertas personas históricamente importantes, no pasan de ser, según lo veo, licencias artísticas.

Si pude disfrutar Cloud Atlas fue precisamente por eso; no es que sea imposible para mí disfrutar una película con elementos sobrenaturales, pero sí me resulta difícil pasar por alto aquellos elementos que requieren un esfuerzo extra del espectador para ser creíbles sin darle a éste, a cambio, nada que mejore su experiencia o ayude al argumento. En otras palabras, Cloud Atlas no sólo no necesita un fundamento sobrenatural (o preternatural): requerir que se la interprete así de hecho le quita fuerza, y en tanto se monta sobre mitos populares mal procesados, la vulgariza.

Algo similar me ocurrió al rever, después de un par de años, la totalidad de la “serie reimaginada” de Battlestar Galactica, una completa revisión de aquella entrañable serie de ciencia ficción del mismo nombre que muchos recordamos como una imagen de nuestra infancia en los años 1980. Mientras transcurrió, especialmente a partir de la tercera de sus cuatro temporadas, y luego de que concluyera, la BSG del tercer milenio fue terreno fértil para las especulaciones sobre qué o quién había estado moviendo los hilos de la historia. En un cierto momento las coincidencias mínimas o cósmicas parecen dejar de serlo sin lugar a dudas, incluso en la mente de los personajes más escépticos: las profecías se cumplen con exactitud, los sueños premonitorios se hacen realidad, los muertos vuelven a la vida (literalmente), el gran ciclo de la historia o del Destino se hace patente, y hacia el final, dos “ángeles” se manifiestan y una música misteriosa guía a los sobrevivientes de la humanidad pretérita y a sus aliados, los Cylons rebeldes, a la mítica Tierra, donde encuentran nada menos que a seres humanos primitivos. Uno de los presentes recalca  que las probabilidades de que otros seres humanos hayan evolucionado independientemente en un planeta distinto son astronómicamente pequeñas: un énfasis innecesario, dado que dicha probabilidad es cero.

¿Puede explicarse Battlestar Galactica sin recurrir a los elementos sobrenaturales que sus personajes, con cierta lógica, asumen que están en juego? Creo que sí, y por eso es que pude disfrutarla, como pude disfrutar Cloud Atlas. La pista crucial aparece cuando los dos “ángeles” conversan, en medio de una calle de la moderna New York, sobre la cuestión de si el ciclo que han observado tantas otras veces (seres inteligentes que crean sirvientes mecánicos que se rebelan contra ellos, los destruyen y toman su lugar) volverá a ocurrir en nuestra Tierra. Uno de ellos observa que, aunque ese eterno retorno parece inevitable, un sistema complejo siempre puede producir resultados nuevos y sorprendentes, y “eso también está en los planes de Dios”. Ante lo cual el otro “ángel”, muy serio, corta: “Sabes que a Ello [It] no le gusta ese nombre.” Con esas crípticas palabras se cierra la serie.

¿Por qué a “Dios” no le gusta ese nombre? Sus ángeles lo han usado con frecuencia al hablar con sus mortales elegidos. Pero quizá lo hayan hecho porque es la manera más sencilla de referirse a “Ello” sin dar más explicaciones, apelando a creencias previas. De la misma manera en que la puesta en escena de Cloud Atlas nos interpela utilizando categorías que parecen referir a conceptos conocidos, como la reencarnación o el orden cósmico; la diferencia es que en Battlestar Galactica son los protagonistas quienes observan atónitos y desconcertados, o con fe expectante, el desarrollo de su propia historia.

¿Pero cómo lo explicamos nosotros? En el universo de Battlestar Galactica hay escritores de novelas de viajes y policiales, pero no aparece ninguno que escriba ciencia ficción. Si lo hubiese, quizá habría inventado, mil quinientos siglos antes que Arthur C. Clarke, aquella famosa frase que dice que “Toda tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”. Si somos seres naturales, ¿por qué nuestros sueños, nuestras premoniciones y hasta el fluir del tiempo físico, por no hablar de los meros objetos materiales, deberían estar exentos del posible control de una entidad también natural y material, pero mucho más antigua y poderosa y capaz de esconderse de nosotros hasta el punto de asimilarse a una fuerza universal?

En el prólogo a La línea de sombra (1917), Joseph Conrad escribió contra aquéllos que querían ver en su novela un relato basado en lo sobrenatural: “… mi conciencia de lo maravilloso es demasiado firme para que pueda dejarse nunca fascinar por el simple sobrenatural, que (…) no es sino un artículo de manufactura fabricado por espíritus insensibles a las secretas sutilezas de nuestras relaciones con los muertos y los vivos en su infinita muchedumbre: profanación de nuestros más tiernos recuerdos; ultraje a nuestra dignidad.” Se refería a la reacción de los lectores ante una aventura en el mar en la que la maldición de un capitán loco y moribundo (luego muerto) parece llevar a su barco a la ruina. No hay en toda la novela nada que no pueda ser explicado por una combinación de los caprichos del mar (que Conrad, marinero antes que escritor, conocía de primera mano) y una cierta dosis de —digamos informalmente— mala suerte.

Para Conrad era propio de ignorantes recurrir a artificios tan burdos y vulgares como fantasmas o maldiciones. Lo era, probablemente, también para H. P. Lovecraft, cuyas obras más conocidas, el corpus que conforma el mythos de Cthulhu y los otros dioses antiguos, están tan repletas de elementos esotéricos y ritualismo como vacías de cualquier concesión a las supersticiones familiares: los “dioses” son seres poderosos que viven en estrellas lejanas o en animación suspendida en el fondo del mar o en algún sitio en ángulos rectos a nuestro espacio tridimensional; los rituales con que se los invoca no son magia, sino la mera puesta en marcha de fenómenos físicos que aparecen al espectador como magia negra o anomalías sobrenaturales.

¿Es posible escribir hoy una buena historia o un buen guión de cine con elementos sobrenaturales típicos? ¿Es posible disfrutarlo? Quizá para algunos. Yo me quedo con la fría pero profunda visión materialista de Lovecraft, con las coincidencias esperanzadas de Cloud Atlas, con la silenciosa intervención del dios impersonal y natural de Battlestar Galactica —que no quiere ser llamado Dios—, o con el cosmos indiferente de Conrad, poblado por personas pequeñas, ocasionalmente valerosas, emotiva y naturalmente vivas.

viernes, 25 de enero de 2013

No hay cura para la hipocresía

Que la “moral” religiosa es indebidamente flexible cuando conviene no es noticia, como tampoco que la hipocresía es parte integral de todo sistema dogmático. Pero por si todavía quedaran dudas, he aquí un caso bastante claro, del que me anoticio a través del blog de Jerry Coyne.

El primer día de 2006 una mujer embarazada de gemelos de siete meses llegó al muy católico Hospital Santo Tomás Moro en Cañon City, Colorado, Estados Unidos. (El hospital es parte de una cadena nacional de servicios de salud católicos (Catholic Health Initiatives) con un patrimonio declarado de quince mil millones de dólares.) La mujer se sentía mal debido a que, según se descubrió luego, tenía una arteria casi tapada. Tuvo un ataque al corazón y luego murió. El obstetra de guardia no respondió a los llamados. Si hubiera atendido, habría podido llegar al hospital o al menos dar instrucciones para que se le realizara a la mujer una cesárea, con lo cual se habrían salvado quizá los dos fetos. El esposo de la mujer demandó al hospital por la muerte de los gemelos (la muerte de la mujer era prácticamente inevitable en ese punto).



Los abogados del hospital están ahora defendiendo a su cliente con el argumento de que según la ley vigente, los fetos no son personas, por lo cual no haber hecho nada para salvarlos no constituye una malapraxis médica. Es bastante improbable que la dirección del hospital esté de acuerdo con esa ley o que sus abogados hayan decidido argumentar así contra los deseos de su cliente. De hecho, las instituciones católicas de salud de Estados Unidos vienen peleando desde hace tiempo, con uñas y dientes, por ser exentas de las leyes que valen para todos los demás, desde aquéllas que prohíben discriminar a sus empleados por su orientación sexual hasta las que los obligan a recetar anticonceptivos en vez de recomendar sus peligrosamente falibles “métodos naturales” de control de la natalidad.

Naturalmente, la proposición “los fetos son personas” no tiene las mismas consecuencias cuando se usa como mero slogan político que cuando alguien más pretende utilizarla para quitarle a los empresarios devotos una pequeña parte de la inmensa cantidad de dinero que acumulan cada año gracias a su influencia y sus exenciones impositivas. En pocas palabras, como dice Coyne, los fetos son personas… hasta que le cuestan dinero a la Iglesia.

jueves, 24 de enero de 2013

IQ² Sydney 2011

Como ya sabrán los lectores, terminé el año 2012 y comencé 2013 con varias semanas sin acceso a Internet, o al menos acceso doméstico de banda ancha. Entre las cosas que pude hacer en el tiempo libre resultante estuvo ver varios videos relacionados con la religión y el ateísmo que tenía guardados desde hacía tiempo. Uno de ellos fue aquél con cuyo comentario continúo: el debate Intelligence Squared (conocido como IQ²) de 2011, en Sydney.



Los debates IQ² siguen el formato anglosajón clásico, con una proposición o predicado de pocas palabras, uno o más proponentes y uno o más oponentes, cada uno de los cuales va recibiendo turnos para hablar y/o contestar, en varias rondas, generalmente de duración idéntica y estrictamente controlada, con un segmento de preguntas o comentarios para el público.

La proposición del IQ² Sydney 2011 fue “Atheism is wrong”, es decir, “El ateísmo está errado” (o “El ateísmo es incorrecto”). Fue moderado por el Dr. Simon Longstaff, Director Ejecutivo del Centro de Ética St. James, y los debatientes fueron tres por cada lado, que fueron hablando alternativamente; luego de permitir hablar al público, cerraron de la misma manera con argumentos y observaciones más cortos. Mientras lo escuchaba fui tomando notas. Como en casi todos los casos donde los debatientes son mínimamente inteligentes y formados (es decir, exceptuando casos como debates con creacionistas), se trataron muchísimos temas a la vez y no importó demasiado quién contestó a qué o qué lado “ganó”, aunque para tranquilizar a mis lectores, diré que el ateísmo (la oposición) venía ganando entre el público antes del debate, y luego de éste arrasó.

Abrió el debate Peter Jensen (Arzobispo de la Iglesia Anglicana, profesor de Teología, autor del libro At the Heart of the Universe). Comenzó con lo que debía ser un golpe de efecto, diciendo “Yo tengo una mente atea y un corazón ateo”. “Muchos conceptos de dios son meros seres humanos superpotentes, que cristianos y ateos rechazan por igual”, notó, para sacar del medio a los dioses de más clara factura humana. A partir de allí el argumento siguió vagamente las líneas de la “teología sofisticada”, según el cual los creyentes creen en un Dios mucho más complicado que la caricatura que de Él hacen los ateos (“simplistas”, según Jensen, como aquéllos que dicen que la Tierra es plana), que no explican la complejidad del mundo, ni su significado, y que “confunden mecanismo con agencia”. Jensen se desvió brevemente del argumento para caer en otro que a decir verdad me sorprendió porque sólo se lo he escuchado a creacionistas: que “tanto los ateos como los cristianos usan la evidencia y la razón” y ven las mismas cosas, pero “los resultados no son los mismos”. ¿Por qué? Porque los ateos rechazan la revelación, es decir, la evidencia de que Dios se hizo hombre en Jesús. A partir de este punto me resultó inútil seguir prestando atención: el buen hombre ya había llegado al punto adonde terminan todos los argumentos fallidos de los creyentes, la parte donde hay que tener fe…, ya que cualquier cristiano con un título académico bien ganado sabe que, más allá de lo que digan los curas a la masa desde el púlpito, la evidencia histórica de que Jesús existió es escasa, y la de que actuó como sólo un Hijo de Dios podría hacerlo es inexistente. Ah, pero según Jensen “los ateos se rehúsan a estudiar seriamente a Jesús”. Precisamente hace poco salió un libro de Richard Carrier explicando con lujo de detalles la abundante evidencia histórica de que Jesús no existió sino que es un conglomerado de mitos previos fundidos a posteriori en una figura mitológica. Quizá el libro no había salido en ese entonces, quizá Jensen no lo había leído; pero desde luego no era el primero ni será el último en exponer esos datos, o más bien la pasmosa falta de ellos. Jensen también se escudó preventivamente de la acusación de que el cristianismo ha hecho cosas muy malas en su historia, explicando que el cristianismo se autocorrige (mientras que el ateísmo no). ¿Cómo lo hace? Ofreciendo “medios para identificar el mal”, es decir, un sentido moral que puede usarse para criticar a los mismos que profesan su fe en él. Más aún, al creer en el pecado original, el cristianismo reconoce que debemos esperar que los seres humanos hagan el mal, incluso si dicen estar haciéndolo en nombre de Dios. El cristianismo puede reconocer el mal en su propio seno; el ateísmo no tiene un sentido moral que se lo permita.

El siguiente en hablar, por la negativa, fue Tamas Pataki (filósofo, psicoanalista, profesor de Filosofía, co-autor de Against Religion). Su exposición fue bastante menos prolija que la de Jensen, pero consiguió al menos marcar el terreno en dos puntos clave: que se debe separar la no-creencia en dioses de la crítica a las religiones, y que se debe definir de qué dios o dioses hablamos cuando hablamos de Dios. Contra la “teología sofisticada” de Jensen, opuso esta realidad bien conocida: “Los argumentos sobre si los dioses existen están bastante desconectados del hecho de que la gente cree que los dioses existen. Poca gente sabe de esos argumentos o se molesta por conocerlos.” Las religiones, más allá de argumentos y evidencias, están frecuentemente conectadas con ideologías políticas que “creen verdaderamente que Dios está de su lado y pueden llevarnos a la ruina”. Por lo tanto, y volviendo al punto del debate, “los ateos no estamos equivocados acerca de eso”, es decir, del hecho de que la religión y el estado deben estar separados, de que hacer que de Dios dependa la ley o la moral es peligroso. Con respecto al segundo punto, y relacionado con la creencia popular vacía de argumentos coherentes, Pataki constató que el dios de las religiones abrahámicas está mal definido, y apelar a él para explicar cualquier cosa de hecho no explica nada. Hay un montón de teologías, incluso dentro de una misma religión, y todas son incompatibles entre sí. La solución más sensata, terminó, es descartarlas a todas.

A continuación, por la afirmativa, habló la Dra. Tracey Rowland (Decana del Instituto Juan Pablo II en Melbourne, profesora de filosofía y teología, autora de dos libros sobre la teología de Benedicto XVI). Como en el caso de Jensen, el discurso parecía mucho mejor preparado que los de sus oponentes. La argumentación arrancaba desde la siguiente afirmación: “Con los Nuevos Ateos, el debate acerca de Dios se ha transformado en un debate sobre lo que significa ser humano.” Esta afirmación gigantesca no carece de fundamento: efectivamente, la hegemonía cristiana sobre el pensamiento, y en particular la visión del catolicismo sobre la sociedad, el estado y la persona, una visión totalitaria de la que nada escapa, están bajo ataque (aunque no desde la muy reciente aparición de los “nuevos” ateos). El contraataque de Rowland no aportó nada a su lado del debate en el tema en cuestión: “Las explicaciones [de los ateos] del amor, la razón y la racionalidad humana son tan escuálidas que es imposible defender la dignidad humana con referencia a ellas.” Citó largamente a Richard Dawkins y su teoría del gen egoísta como explicaciones espurias de los motivos humanos. Mientras que la ciencia atea sólo ofrece determinismo, el cristianismo —dijo Rowland— liberó al hombre de ser una criatura del destino, para ser “una criatura con libre albedrío y con intelecto racional”. Luego de una breve e irrelevante excursión por el origen cristiano de universidades y hospitales y por la costumbre (exclusivamente) cristiana de cuidar de los niños abandonados, siguió argumentando contra el ateísmo como el producto de renunciar a la fe para buscar la “razón pura” y terminar (históricamente) en la sinrazón: los nuevos ateos son “neo-nietzscheanos” que buscan “libertad absoluta”. El nuevo ateísmo es vacío y hace que “las relaciones sexuales se vuelvan manipulación mutua”, arruinando asimismo las relaciones políticas y económicas (todas ellas aparentemente perfectas bajo la égida cristiana). Todo lo malo de la cultura actual es culpa del ateísmo: el consumismo, la brutalidad política, el culto a las celebridades… El nuevo ateísmo también es totalitario: “La solución atea estándar al miedo al tribalismo es expandir los poderes del estado. El estado se transforma en nuestro nuevo Salvador a través del fomento del secularismo.” Según ella, los estados seculares han sido siempre “los más prolíficamente homicidas” (dándose por sobreentendido que “secular” significa “no oficialmente cristiano”). El ateísmo lleva al darwinismo social y al determinismo genético… Si parece que Rowland dijo muchísimo en poco tiempo, es porque fue así, y hay que reconocerle su maestría y su preparación. La hegemonía cristiana no se mantuvo exclusivamente a base de quemar herejes y engañar a los crédulos: la capacidad de encadenar sofismas con gran confianza también influyó y sigue influyendo. Que no hubo más que eso en la argumentación de Rowland queda claro con su última frase: “Los ateos están equivocados porque la vida humana, el amor humano y la razón humana no pueden de ninguna manera ser tan faltos de significado.” Hay muchos problemas en esa frase, pero desde un principio la implicación es falaz: es una simple expresión del tipo“X está equivocado porque no puedo creer ni aceptar que X tenga razón”.

La cuarta persona en hablar fue Jane Caro (publicista, consultora en comunicaciones y escritora). Caro me irritó, literalmente, desde que abrió la boca. Frente a tantos títulos académicos resultó una conferencista muy poco profunda, que se dirigió al público a los gritos con una voz chillona y un discurso impostado sobre un tema remanido: el tratamiento de las mujeres por parte de las religiones. Como pitch publicitario estaba muy bien; las pausas dramáticas estaban bien y el público aplaudía y vivaba. Pero poco tenía que ver con el tema central del debate o con contestar a lo que habían dicho los proponentes de la afirmativa, aunque hay que decir que los molestó bastante, cosa que no esperaban y que merecían ampliamente. Lo único que rescaté de todo lo que dijo Caro fue el cierre donde no perdonó al budismo, religión que los ateos occidentales suelen considerar mejor, en general, que las abrahámicas. Caro lo desmintió, al menos en lo que se refiere al machismo, con una línea genial: si para el budismo las mujeres y los hombres son iguales, “¿por qué el Dalai Lama nunca se ha reencarnado en una chica?”.

El siguiente orador, por la afirmativa, fue Scott Stephens (editor de la sección Religión y Ética de ABC Online, profesor de teología y ética teológica). Stephens ensayó un diagnóstico del estado trágico de la civilización actual, oscilando entre el concern trolling y la denuncia indignada. En ciertos puntos se pareció al lamento de Rowland, pero Stephens se ocupó de rebajar el ateísmo, o más claramente el “nuevo” ateísmo, a la categoría de mero síntoma de un problema mayor, que claramente es —aunque no lo dijo explícitamente— la desaparición de las certezas de las que disfrutaban (?) nuestros antepasados a causa de la pérdida del monopolio cristiano sobre la cultura. “Somos incapaces de alcanzar un consenso moral de mínima”, se lamentó. Según él, ya no nos importan las preguntas como “¿qué es una buena vida?” o “¿para qué deben servir la política y la economía?”. No hay más concepto del bien común ni una jerarquía de virtudes: sólo queda buscar el “bienestar” y seguir modas, entre las cuales Stephens incluye el nuevo ateísmo. El ateísmo es el síntoma de un nihilismo generalizado que lleva a “la fetichización de la salud, la seguridad y el placer como nuevas virtudes cardinales, en lugar de lo que solían ser las grandes virtudes de la democracia: igualdad, fratenidad, libertad.” Stephens obvió mencionar que las “grandes virtudes democráticas” no es sino el lema de la Revolución Francesa, que reaccionó precisamente contra una de las certezas con que el cristianismo venía manteniendo estable (o estancada) a la sociedad occidental, a saber, la jerarquía social ordenada por Dios, con el rey a la cabeza. Estas “virtudes” y sus corolarios fueron condenadas hasta el hartazgo por el cristianismo; el catolicismo tradicional jamás las aceptó y hasta principios del siglo XX seguía denunciando como inmorales el igualitarismo social y la libertad de expresión y pensamiento. Nadie le dijo tampoco que él puede hoy denunciar “la salud, la seguridad y el placer” como “fetiches” porque como ciudadano de una sociedad secular, liberal y próspera tiene acceso bastante asegurado a una dosis aceptable de las tres cosas; para gran parte de los habitantes del planeta, en particular aquellos que viven en estados donde los valores religiosos tradicionales son todavía dominantes, estos “fetiches” son utopías. A Stephens, finalmente, le molestan los “nuevos ateos” porque su ateísmo es poco estudiado, “promiscuo”, irreconocible (según él) para la mayoría de los “ateos históricos”, vale decir, los ateos del pasado, que sólo podían expresarse una vez obtenidas la riqueza y la posición social requeridas para no ser arrastrados a la cárcel o a la hoguera, y a los que a su vez sólo se les permitía expresarse porque los líderes religiosos del pasado sabían que el populacho no podría leerlos ni entenderlos. La frase final, que transforma a Stephens en alguien con quien es imposible debatir sensatamente el ateísmo: “Sin Dios no hay Bien.”

El cierre de la primera parte del debate estuvo a cargo de Russell Blackford (filósofo, crítico literario, escritor, autor de Fifty Voices of Disbelief). Blackford comenzó respondiendo a la impostura de superioridad intelectual de sus oponentes: “Mucho de lo que hemos oído esta noche… ha sido en realidad que nos digan «Miren, ustedes no entienden, el mundo todavía no entiende lo que le debemos a la religión». Lo que yo contesto a eso es «Sí, todavía no entendemos totalmente qué le debemos a la religión, pero estamos empezando a sospecharlo».” Blackford reiteró aquí su punto anterior de que las religiones son a simple vista productos totalmente humanos; en particular el cristianismo no se ve en absoluto como si hubiesen sido fundado por un Dios omnipotente, omnisciente y amoroso. Bromeó diciendo que a sus oponentes “les falta fe”: de todos los argumentos tradicionales en favor de la existencia de Dios, no propusieron ni uno, sino que vinieron a “moralizar”, intentando demostrar que una sociedad sin Dios no funciona. La audiencia del debate no debería salir pensando que se dijo algo sobre el ateísmo, si de hecho no se intentó en ningún momento demostrar que es falso que Dios no existe.

Después de esto vino una sección de preguntas y respuestas (y comentarios) del público, que no reproduzco porque no fue de gran aporte. A continuación se les dio un nuevo turno a cada uno de los ponentes, a modo de cierre breve.
  1. Jensen se quejó de que Blackford dijo que no se presentaron evidencias a favor del teísmo. Él las presentó, dijo: dependen de aceptar la evidencia de que Jesús es Dios encarnado.
  2. Pataki apuntó contra la idea de que la moral humana depende de Dios. Si Dios existiese, explicó, de todas maneras (y siendo nosotros seres morales y libres) deberíamos juzgar si Dios es moral, si es moral y correcto adorarlo y seguirlo.
  3. Rowland, tocada por las proclamas feministas de Caro, afirmó que Caro —que dice haber sido criada sin creencias irracionales— “cree en el mito de Dios el misógino”, y arrancó risas burlonas de la audiencia cuando afirmó que en algunas religiones hay efectivamente misoginia, pero no en el cristianismo. Según ella, la Trinidad es un modelo de cómo existe amor entre iguales en la diferencia. Esta disquisición teológica, aunque totalmente inútil, no dejó de resultarme novedosa.
  4. Caro cerró su parte afirmando que los teístas son pesimistas si piensan que la humanidad necesita de un Dios que la vigile para hacer el bien. La humanidad ha progresado hasta el punto en que un debate sobre Dios puede realizarse sin que los ateos teman por sus vidas, cosa que hace un siglo o dos habría sido muy distinto. Y este cambio cultural no fue gracias a la religión sino al secularismo.
  5. Stephens bromeó con Blackford, diciendo que de todos los exponentes era el único que había sonado “como un predicador”. Lo acusó de engañar al público al decir que las guerras de religión se terminaron en el siglo XVIII gracias al “descubrimiento” de la separación iglesia-estado, e insinuó que Blackford debería leer más sobre el tema.
  6. Blackford contestó brevemente a la acusación de Stephens aprovechando para promover su nuevo libro, en el que estudia en gran detalle precisamente el tema que Stephens lo acusó de no conocer. Cerró su parte y el debate machacando sobre su postura anterior. No hubo en el debate, dijo, ninguna argumentación en favor de la existencia de Dios, y “no nos sirve que esta gente venga, moralice, moralice, moralice…”, le eche la culpa a los ateos de todo “y luego diga «por lo tanto Dios existe»”.
Si bien el debate tuvo altibajos de calidad, que ya mencioné, en su conjunto se presentaron tantos temas que resultó muy valioso, especialmente como diagnóstico de las tensiones culturales que enfrenta el mundo secularizado de Europa y las ex-colonias británicas. Esas polémicas no han llegado, o no han llegado de esa manera, a Latinoamérica, pero creo que es cuestión de tiempo que las tengamos aquí en primera plana: razón de más para que los defensores de la laicidad y la vida sin dioses estemos informados.

miércoles, 23 de enero de 2013

De vuelta

Heme aquí de nuevo, de vuelta y no precisamente de unas merecidas vacaciones, sino de un período de acceso a Internet ocasional e incómodo, cortesía de los dos proveedores de Internet más importantes de Argentina. No se puede decir que me haya perdido de grandes noticias que comentar. El catolicismo sigue siendo anacrónico y ridículo, el islam sigue siendo violento e intolerante, el evangelismo cristiano sigue siendo bizarramente paranoico, y así.

En pocos días espero estar de nuevo posteando al ritmo habitual. ¡Hasta entonces!

miércoles, 9 de enero de 2013

El privilegio de no tener que decir la verdad

Vía Jerry Coyne (de Why Evolution Is True), una cita del libro The Faith of a Heretic de Walter Kaufmann sobre la hipocresía y el privilegio de teólogos y predicadores:
“La religión es un campo tan privilegiado como la política o la publicidad. Se considera ampliamente que requiere tacto y no verdad. Se considera perfectamente correcto que los hombres de hábito o sotana se dediquen a simular que creen lo que realmente no creen; que den la impresión, hablando desde el púlpito, de que están convencidos de cosas que cuando hablan con filósofos son rápidos para negar que dijeron; que finjan completa seguridad sobre asuntos que en privado los perturban y les causan dudas incesantes. Uno ni siquiera reclama que un predicador sea al menos honesto consigo mismo y sepa precisamente qué cree y qué no, qué quiere decir y qué no quiere decir, qué cosas sabe con certidumbre y cuáles considera probables o meramente posibles. Uno no le exige nada tan estricto… ni se lo exige a uno mismo.”

miércoles, 2 de enero de 2013

Misioneros del odio

¿Hasta dónde puede llegar el odio, no de una persona hacia otra por motivos personales, sino de un grupo de personas hacia otro grupo? ¿Hasta dónde tiene que llegar el odio para pedir abiertamente la muerte del otro?

La productora Vanguard envió hace poco un equipo a Uganda para filmar un documental sobre el odio a los homosexuales en ese país. La homofobia y el odio a las sexualidades minoritarias siempre está latente, al menos en todos los lugares donde ha llegado la prédica de las religiones abrahámicas, y de hecho, en casi todas las culturas tradicionales, en las que el sexo está regimentado en torno al único objetivo de cohesionar a la comunidad en torno a familias productoras de niños. Pero en Uganda, desde hace tiempo y especialmente en épocas recientes, varios predicadores cristianos han trabajado a conciencia para avivar ese horror ignorante a lo diferente, para inflamar ese odio latente y para convocar a multitudes a pedir la destrucción de sus vecinos, de sus hijos e hijas, de sus amigos y compañeros de trabajo.

La producción de Missionaries of Hate (“Misioneros del odio”) eligió sabiamente, o quizá de manera inevitable, dejar que los responsables hablen libremente. A poco de escucharlos resulta obvio que ninguna de las cuestiones que podrían planteárseles tendría chances de sacudir sus creencias, cimentadas en la forma más burda de fundamentalismo bíblico, pero apuntaladas y elevadas mucho más por una visión conspirativa casi alucinatoria. Para el pastor Martin Ssempa, uno de los predicadores más famosos de Uganda, la homosexualidad no sólo es un abominación a los ojos de Dios que debe ser castigada con la muerte tal como las Escrituras lo comandan con claridad; también es una ideología colonialista impulsada por los Estados Unidos y otros países corruptos de Occidente para quebrar la cultura cristiana de África, y un plan de oscuras agencias que querrían imponer a nivel global un sistema donde los homosexuales pueden no sólo dedicarse a sus “perversiones” en privado sino reclutar a niños inocentes, pervertir sus instintos y tentarlos/obligarlos a realizar actos sexuales aberrantes. Por todo esto, la homosexualidad, que ya es ilegal en Uganda, debe ser activamente perseguida y sus perpetradores no encarcelados sino ejecutados.


El presidente/dictador de Uganda, Yoweri Museveni, es un fanático cristiano. Si por él fuese es muy posible que la ley pedida por Ssempa ya estaría aprobada. Pero Museveni es también un político y el líder de un país espantosamente pobre, que depende de la ayuda externa para funcionar. Luego de décadas de apuntalar tiranías varias, el gobierno de Estados Unidos se ha planteado ciertos límites: con la atención mediática mundial posada sobre Uganda, la administración Obama no consideró que fuera político enviar fondos a un país que estudiaba instaurar la pena capital para los homosexuales, y así se lo hicieron saber a los ugandeses. Por esa razón ha fracasado la ley antigay, y por eso es que el pastor Ssempa despotrica contra Estados Unidos y que sus seguidores llevan a sus marchas carteles contra Barack Obama.

Pero de Estados Unidos no llegan sólo el conjunto de palo y zanahoria conformado por los fondos de ayuda humanitaria y su posible corte. Con una retórica apenas más prudente, muchos predicadores evangélicos estadounidenses comparten las ideas de Ssempa. En 2009, el pastor Scott Lively viajó a Uganda para dar conferencias sobre la homosexualidad: de hecho una prédica religiosa con pátina de estudio científico, en la que se calificaba a la homosexualidad como disfunción sexual y se distinguían supuestas causales de la misma, tomadas del acervo pseudocientífico que el cristianismo moderno ha ido formando. Lively predica, entre otras cosas, que “la homosexualidad” (a la que trata como un movimiento) históricamente no se ha tratado de relaciones consentidas entre adultos sino de abusos pedofílicos, y escribió un libro, The Pink Swastika (sí, se llama “La esvástica rosa”, y la tiene en su portada) donde responsabiliza a los gays de ser los creadores del nazismo.

Otros dos evangélicos estadounidenses notorios, Rick Warren y Benny Hinn, visitaron Uganda y llenaron estadios con su prédica, mezcla de show de milagros y letanías de odio desbordante contra los homosexuales.

Un mes después de la conferencia de Lively, el primer proyecto de ley contra la homosexualidad con penas extremas, incluyendo la pena capital, ingresó al Parlamento ugandés; su autor, David Bahati, proclama que su objetivo fue “proteger a nuestros niños”. Cuando la periodista de Vanguard le pregunta si el detonante fue la visita de los predicadores ese mismo año, Bahati se muestra ofendido y la acusa de racismo por insinuar que los africanos no pueden decidir por ellos mismos. En otro segmento, el pastor Ssempa comparte esa opinión. El tópico es tan obviamente incómodo como claramente cierto, y si ofende a los africanos, resulta aún más molesto, por otras razones, para Lively y compañía, que rápidamente buscaron separarse de toda asociación futura con imágenes de homosexuales colgados en las plazas públicas. Si la esencia de la prédica de Ssempa es la violencia verbal abierta y la obscenidad grosera como revulsivo (en sus asambleas exhibe pornografía en una notebook), la de la de los evangélicos americanos mainstream es la hipocresía.

Cuando el Papa Benedicto XVI visitó África hace unos años volvió encantado con el fervor ignorante y el fanatismo religioso que allí encontró, y llamó al continente más pobre y violento de la Tierra “el pulmón espiritual de la humanidad”. Como el líder católico, los expertos morales fraudulentos y los showmen que se hacen llamar “hombres de Dios” de Occidente saben que hay límites que no pueden cruzar en sus países de residencia, pero que son ignorados en lugares como Uganda, donde a nadie le importa decirle a un periodista extranjero, en la calle y en voz alta, que los homosexuales deberían ser ahorcados. El problema, para ellos, es que ni siquiera Uganda está hoy aislada de los canales que llevan la información a todo el resto del mundo.

Missionaries of Hate está en inglés, sin subtítulos y dividido en cinco videos cortos, en YouTube.